sábado, 16 de diciembre de 2017

Concurso de Relato Corto, Red de Solidaridad de Galapagar, 2017 - Primero, segundo y tercer premio


PRIMER PREMIO SEGUNDO CERTAMEN RELATO CORTO
MARIO YUGUERO MARTÍNEZ.

 Aquel día invernal no había empezado como todos para Ricardito Molina. Y es que el viejo panadero al que le compraba siempre el pan antes de ir al cole, le había dado las vueltas de más. Ricardo se había dado cuenta enseguida, incluso antes de cogerlas, pero se había callado y ahora se sentía un poco culpable. Acababa de salir de la panadería con el culete apretado y esperando a su espalda la voz del panadero: “¡eh, chaval, que te he dado mal las vueltas!”. Pero esa voz no llegó y ahora, una vez girada la esquina de la calle y rumbo directo a casa, se sentía más aliviado.
Esta vez su mente se concentraría en dilemas más placenteros: ¿qué se podría comprar con esa moneda de dos euros?, ¿qué era lo que más le apetecía? mmmm.... no había duda: un espectacular, reciente y sabroso cuerno de chocolate que compraría, no en la panadería del viejo donde le podrían perder los nervios, sino en la que hay junto al cole.
Sin embargo su plan se derrumbó cuando, ya de camino a clase, una vez subida la barra de pan a casa, y bajada la mochila, se cruzó con la mirada suplicante de un pobre sentado sobre unos cartones y ante un cestito sin monedas, y que parecía conocer la existencia de ese euro en su bolsillo (al menos esa sensación le dio).
Se paró, sacó el euro, lo lanzó al cesto y se alejó, refunfuñando entre dientes contra sí mismo y contra su mojigata y omnipresente buena conciencia, aunque en el fondo, muy en el fondo sintió más liviana su caminata.
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Aunque solo llevaba veinte minutos pidiendo, al ver la moneda de 2 euros que el atontado ese le había echado, y en vista de que esa calle tenía unas espectaculares corrientes de aire glaciar, decidió acabar por hoy la incipiente jornada laboral y festejarlo con un estupendo tetrabrick de vino tinto. Después buscaría algún sitio más protegido desde donde poder maldecir tranquilamente sobre su mala suerte en este mundo (su tema más recurrente).
Así que armado de su cesto, sus cartones y su reluciente moneda cruzó la calle -con cierta impaciencia- y entró en la reluciente tienda de comestibles, donde cambió su moneda por una también reluciente botella de vino -mucho más elegante que un tetrabrick, dónde iba a parar-, y que quedó abierta antes incluso de que volviera a salir a la calle.
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El joven tendero había cogido la moneda con cierta aprensión motivada por el ligero hedor que desprendía su propietario, pero al fin y al cabo, pensó, era una moneda tan válida como las demás, por lo que, después de pasar la fregona por un pequeño charco de vino y de vaporizar el aire con un ambientador, la alojó en el compartimento correspondiente de la caja registradora.
De todos modos esa visita le había contradicho porque para Martín, -así se llamaba el tendero- sólo había dos cosas en este mundo con las que no podía; una era los malos olores, y la otra el hacer trabajos fuera de su competencia, como fregar charcos de vino. Así que, para sentirse compensado, y ahora que no estaba el jefe, volvió a abrir la caja registradora y recuperó la moneda de dos euros para metérsela en su pantalón.
Lo que quedó de día transcurrió bastante anodino, es decir, como siempre. A las 20.00 horas se despidió desdeñosamente de su jefe y se metió en su coche, camino a casa.
Lo que después Martín nunca supo es que, mientras conducía, la moneda resbaló desde el bolsillo del pantalón a la rendija entre el respaldo y su asiento, quedando allí sepultada entre pelusas durante 5 años, 4 meses y 3 días, justo hasta que Martín encargó en un taller una limpieza integral para poder vender su viejo coche y comprarse otro.
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David llevaba tan solo 3 meses como aprendiz de mecánico en el taller para ampliar su experiencia, pero lo único que había conseguido ampliar era su aversión al trabajo, y como estudiar tampoco le había subyugado, tenía un pequeño problema. ¡Cómo odiaba tener siempre las manos sucias!
Los únicos momentos en los que dedicaba al trabajo cierta dedicación era cuando el jefe le ordenaba la limpieza integral de algún coche. Le divertía cotillear en los trozos de vida ajena que ofrece el interior de un vehículo... eso, y la satisfacción -porque solía ocurrir- de encontrar alguna monedita en sus recovecos.
Y aquel viejo coche no fue la excepción. Allí estaba, como esperándole, una reluciente moneda de dos euros que se metió deprisa en el bolsillo de la bata, no sin antes comprobar que no andaba cerca el jefe ya que se lo tenía terminantemente prohibido.
Ese día fue agotador, ¡cinco limpiezas integrales! Y por cierto... sin más monedas. El último ya no le pareció divertido, es más no le pareció divertido en absoluto. Tenía tantas ganas de salir de allí que cuando llegó la hora no se quitó ni la bata.
Cuando llegó a casa, su madre, según entraba por la puerta le quitó la bata -que depositó en el cajón de la ropa sucia- y le ordenó una ducha “¡vaya -pensó él- otra limpieza integral!”.
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Juana hacía cinco casas durante la semana y la de hoy, la de los miércoles por la mañana, era la peor, la que más pereza de la daba. No es que fuera mala gente, sencillamente es que eran unos guarros. No podía entender cómo alguien teniendo el canasto de la ropa a un metro de distancia, prefiriera tirarlo al suelo. Claro, para eso estaba ella, para ir detrás a recogerlo.
A medida que se hacía mayor se le hacía más cuesta arriba el limpiar las casa de los demás. Su vida, desde donde la recuerda, había sido eso, en una mano la fregona y en la otra la bayeta; una vida dura, sin paliativos, Tuvo un marido, que se fue, una hija, que también se fue, y ahora, sola, seguía fregando... ¡y encima, miércoles!
Cuando notaba -y era el caso- que se empezaba a poner de malhumor tenía un truquillo para levantarse la moral, y era el saborear con la mente un futuro viaje a Paris que tenía proyectado desde hacía años (y esto no lo sabía nadie, ni siquiera su hija). Un viaje que le gustaba imaginar con todo lujo de detalles mientras pasaba el polvo en las casa de los otros. Viajaría como una señora, eso es...
Se puso contenta. Precisamente ahora que estaba soñando con su París, se encontraba una monedita en el bolsillo de la bata del hijo. Seguro que no la echaría en falta. ¡A la hucha!
Pasarían los años y el viaje nunca lo hizo. Quizás, en lo más profundo de su ser, siempre supo que no lo haría, pero admitirlo hubiera sido un fracaso, De todos modos la realidad zanjó todas sus opciones, porque los años siguientes llegaron en forma de alzhéimer. Un alzhéimer que le borró de un plumazo su vida, su memoria y sus sueños envasados en huchas.
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A las tres horas de haber enterrado a su madre, Paca, su única hija, cogió el manojo de llaves de ésta y se fue directamente a su casa. Abrió todas las ventanas de par en par y empezó a comportarse como un buitre ante un cadáver; recorrió una por una todas la habitaciones, desmantelándolas, abriendo cajones, revolviendo ropa -¡cómo olía aún a ella!-, en busca de esa joya de mucho valor que ella desconocía, de ese sobre con mucho dinero que le tenía escamoteado... Pero lo único que encontró fue una polvorienta hucha de barro con monedas que cogió con desgana, pero que cogió.
Al cabo de un rato, vencida por la realidad y la desilusión, salió de aquella casa y decidió hacer de camino a la suya una buena y tonificante compra en el súper con esas monedas. Eso le quitaría el malhumor, ¡eso era lo que necesitaba!
Así que aparcó su coche en el parking, sacó una moneda de la hucha, -por cierto, la más reluciente-, y la introdujo en un carrito para liberarlo.
Ya dentro, con media carro lleno, sonó el móvil. “Pregunto por Francisca Ordóñez... perdone que la moleste... sí, de la funeraria.... sí, los gastos... no, su madre carecía de un seguro... sí, la minuta...”
Paca colgó y se quedó mirando el teléfono como si él tuviera la culpa. Se le acababan de quitar de un plumazo las ganas de seguir comprando. Dejó el carrito en mitad del pasillo y se fue. “¡Encima había que poner, qué asco!”
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El hombre había seguido la escena entre entretenido y curioso desde la sección de embutidos, al final del pasillo y ahora miraba el carrito como quien observa a un perro cuyo dueño acaba de abandonar. Se acercó a él merodeándolo: “mmm, mucho precocinado... mala alimentación...”
Él no estaba allí para comprar, simplemente estaba. Hacía tiempo que había desistido de luchar en la vida y ahora, con sus 56 años, se limitaba a verla pasar.
No, no había tenido muchas suerte; un par de negocios fracasados, una separación, dos hijos que no veía, ni un solo euro en sus bolsillos y todo este tiempo que llenar.
Por eso le gustaba vagabundear pausadamente los centros comerciales. Allí se dejaba llevar por esa especie de sopor que tiene ese mundo artificioso, colorido y con música ambiental donde la gente llena sus carros con la despreocupación del que sabe que puede pagarlo.
Con toda la paciencia del mundo se dedicó a reponer los productos de donde aquella mujer los había cogido. Después, con el carro ya vacío salió al parking y liberó la moneda. Se quedó mirándola: ¡Que demonios, tenía hambre! Volvió a entrar para dirigirse a la sección de productos frescos.
Se llamaba Ricardo Molina, y aquel primer mordisco a su espectacular, reciente y sabroso cuerno de chocolate le devolvió a la vida y sintió, inexplicablemente, que ésta volvía a encajar.
Autor: Oiram



SEGUNDO PREMIO CERTAMEN DE RELATO CORTO
MARÍA DEL ROSARIO GAMALLO MENÉNDEZ.
ANTOINE & ANTOINETTE

ANTOINE
No entiendo del todo lo que dicen. A veces me parece que empiezo a comprender algo, pero cuando se dan cuenta, bajan la voz y comienzan a murmurar. Sé que es sobre mí porque hablan, me miran y ponen cara de pena. Casi todos llevan unas batas muy blancas y muy estiraditas. Yo nunca había visto antes unas batas tan estiraditas.  Sé que son doctores porque una vez fui con mi madre a una ciudad muy grande que se llamaba Montrouis, a un sitio donde había un hombre muy sonriente que nos dijo que era el doctor. Llevaba puesta una bata blanca aunque no tan blanca como las que veo ahora y, desde luego, no tan estiradita. El hombre también era muy blanco. En realidad, era la primera vez que yo veía un hombre blanco y me pareció muy gracioso. Cuando le pregunté si todos los doctores eran blancos se partía de risa, tanto que olvidó contestarme, así que yo pensé que era que sí, que todos los doctores del mundo eran blancos y graciosos. Ahora ya no hablo. Desde que pasó aquello, ya no me apetece. Me miran mucho la garganta y también los oídos. A veces me pegan un grito cuando estoy de espaldas para ver si me giro. Claro, como me asustan, doy un salto y ellos sonríen. Se creen muy listos. Pues por supuesto que salto, porque me he asustado. A ver qué voy a hacer. Debe ser una prueba para ver si estoy sordo. Ahora ya saben que no lo soy. Creen que tengo un trauma, o algo así, parece que dicen. Bueno, tal vez un día de estos hable. Ya empiezo a aburrirme un poco.
ANTOINETTE
Aún echo de menos a mi mamá. Y también a Antoine. Y eso que a veces se porta un poco mal conmigo. Cuando estábamos en nuestra casa, en la aldea, y teníamos que ir muy lejos a buscar agua para beber y para cocinar siempre me fastidiaba. Como él era el mayor, decía que podía mandarme y ¡vaya si lo hacía! Vete por ahí, anda más rápido, no te pares a juguetear… Siempre igual. Pero sí, le echo de menos. No recuerdo muy bien lo que pasó. Cuando me desperté estaba tumbada en una cama, toda llena de cables y vendas por todas partes. Alguien me explicó que mi casa se había caído y que yo estaba dentro cuando sucedió. Por eso me dolía todo el cuerpo y apenas podía moverme. Me contaron que yo vivía en Haití, un país precioso. Eso ya lo sabía porque iba a la escuela. No soy boba aunque sea un poco pequeña. También me contaron que algo terrible había ocurrido y que alguien había conseguido salvarme. Habían decidido llevarme a España porque aquí podían hacerme algunas operaciones que necesitaba para vivir. Por eso aún estoy aquí, en este enorme hospital en el que me han operado un montón de veces. Hay unas enfermeras muy simpáticas que me tratan con mucho cariño. Al principio no las entendía, pero ahora, como llevo aquí tanto tiempo ya puedo hablar en su idioma. Les he dicho cómo me llamo pero no sé decirles dónde vivía ni cómo encontrar a mi familia. Pobrecita, dicen ellas, si es casi un bebé.
ANTOINE
Esta mañana han venido unos señores a buscarme. Me han llevado a su casa y me han dicho que a partir de ahora viviré allí con ellos. Yo no he dicho nada. Como ya saben que no hablo, es más fácil. No me dan mucho la lata. El más serio me ha hablado en mi idioma y casi le contesto sin darme cuenta. El otro se parece a mí porque no habla, pero me sonríe mucho así que debe ser el más simpático. Creo que no habla porque no puede, pero no sé si tiene un trauma. No para de mover las manos haciendo dibujitos con ellas, y el señor serio hace lo mismo. Cuando se cansan de mover las manos se miran y sonríen. A ratos estoy un poco asustado y me apetecería salir corriendo. Menos mal que me he acordado. ¡Si no tengo piernas¡ Hay que ser tonto. A veces se me olvida y me preocupo. No me gustaría intentar levantarme y caerme de narices. Menudo ridículo.
ANTOINETTE
Esta mañana han venido unos señores a buscarme. Me han llevado a su casa y me han dicho que a partir de ahora viviré allí con ellos. Ella es muy alta y muy rubia como algunas de las enfermeras del hospital pero no tan cariñosa. Yo creo que hace como que le gusto cuando su marido está delante pero cuando él se va, ella no me hace mucho caso. Él sí que es simpático. Lo ha sido desde el primer momento en que llegué al hospital. Es que él es médico y he perdido la cuenta de las veces que me ha operado. Dicen que es tan listo tan listo, que ha conseguido que yo vuelva a ser una preciosa niña sin rastro de heridas en mi cuerpo.
ANTOINE
Estoy un poco cansado y no tengo ganas de salir. Los señores hablan entre ellos. Se dan cuenta de que no quiero ir pero deciden que será bueno para mí. Tal vez tengan razón. Parece ser que hay otros muchos niños de mi país en España. Encontrarme con ellos puede ser interesante. Quizá decida hablar hoy. Entremos.
ANTOINETTE
Llevo puesto el vestido más bonito que he visto en mi vida. La señora rubia me coge de la mano y me hace entrar apresuradamente. Noto su frialdad pero en ese momento no me importa. Veo un montón de negras caritas, unas muy sonrientes y otras un poco asustadas. Miro hacia abajo y allí está él.
ANTOINE & ANTOINETTE
Cuando vi a mi hermana entrar en el gran salón no podía creerlo. Grité su nombre y todo el mundo me miró. Ella corrió hacia mí y yo estuve a punto de hacer lo mismo. ¡Otra vez! Mira que soy bobo. Casi lo vuelvo a hacer. Un día voy a caerme y me partiré los dientes delante de todo el mundo. Cuando vi a mi hermano en el gran salón no podía creerlo. Grité su nombre y todo el mundo me miró. Corrí hacia él y le abracé tan fuerte que casi hice que se cayera de la silla de ruedas donde estaba sentado. He vuelto a hablar y ahora me tienen que decir que me calle un rato. Es que no hay quien los entienda. Antoinette me oye parlotear y se parte de risa. La señora rubia pareció alegrarse de que me fuera. Al fin y al cabo, había sido un capricho de su marido y la aparición de Antoine había resuelto su problema. Desde luego, ella no estaba dispuesta a tenernos a los dos. Han pasado varios meses y aquí estamos los dos juntos. Vivimos con el señor simpático y el señor que no habla y parecen muy felices de que estemos aquí. Qué suerte hemos tenido con los señores. Bueno, ahora son ya nuestros nuevos padres y todos juntos formamos una familia.



TERCER PREMIO CERTAMEN DE RELATO CORTO
ISABEL ANDRÉS GRECIANO.
TÍTULO: Cosas de niños.


-¡Cosas de niños!
Eso fue lo que espetó su padre a su abuela cuando ella le dijo que encontraba a Sito algo desmejorado. Sito lo oyó mientras recogía sus cosas. Esa tarde la había pasado con ella como solía hacer cuando era más pequeño. Jugar con su yaya, escuchar sus cuentos, merendar esos bizcochos tiernos que hacían juntos y esos besos tan excesivos que le hacían sentirse único. ¡Sito, eres el regalo de mi vida!, le decía mientras le miraba embelesada. Pero desde que empezó tercero ya no tenían tiempo para ellos: las actividades extraescolares, la catequesis para la comunión, el logopeda, las clases de refuerzo... De refuerzo, odiaba la palabra porque sabía exactamente lo que quería decir. Ellos, Sito y su abuela, siempre se habían entendido muy bien. Cuando el niño era pequeño pasaban mucho tiempo juntos, su yaya le recogía del colegio y le llevaba a su casa hasta que sus padres volvían del trabajo. Aquella fue una buena época, pero ahora sus padres habían decidido que ya era mayor para esas cosas. Mayor para perder el tiempo jugando, para perder el tiempo con esas historias de Maricastaña, para tanto capricho y tanto mimo de la abuela. -Le malcrías madre-, dijo su padre con fastidio. -Lo que tiene que hacer es más deporte, unas buenas carreras por el campo de fútbol y verás cómo le cambia la cara. Sito estaba harto de las clases de fútbol. Su padre le había apuntado con entusiasmo de forofo, afirmaba convencido que podría ser como Messi, pero un poco más alto, claro. -¿Ah, sí, y como cuánto más de alto?- se quedó Sito con ganas de preguntarle, pero no lo hizo porque con su padre pocas bromas, ya se lo había advertido su madre muchas veces. Total, ya se desengañaría solo, seguro que el entrenador le tendría todos los partidos en el banquillo. Mejor. -Yo de su edad...-. Vio que su abuela escuchaba con paciencia, así era ella, pero el niño no prestó atención. Era el comienzo de frase que más odiaba del mundo y cuando se la oía decir se le desconectaba el cerebro. Agarró con desgana su mochila, besó y abrazó a su yaya con pena, y caminó despacio hacia el coche. Siempre temía esos ratos a solas con su padre conduciendo, era el momento en el que le hacía saber que tenía que estudiar más, que el inglés en este mundo era imprescindible, que había que correr y sudar la camiseta, que el mundo era para los ganadores, que la suerte era para los que se esforzaban y que había que ser un hombre de provecho porque nadie te regalaba nada. -Yo de tu edad...-, lo sabía, ya estaba tardado mucho. A veces pensaba con fastidio que podría escribir un libro sobre la infancia de su padre, se titularía Yo de tu edad era un trolero igual que ahora, en ella incluiría todas las bolas que le contaba. ¡Entonces sí le tendrían pena de verdad y con razón! -¿Qué es lo que piensas, hombre?-, Sito se encogió de hombros, centró la mirada en un punto fijo y se quedó con ganas de decirle que en las musarañas, pero seguro que a su padre no le hubiera gustado. Como tampoco le gustó cuando le dijo que sus compañeros le habían pateado la mochila. Sentía mucho no ser el hijo que su padre soñaba, el que sabía defenderse como él cuando era de su edad, el que tenía muchos amigos, el que sacaba buenas notas y jugaba como Messi solo que siendo más alto. Lo comprendía, a nadie le gusta tener un hijo como él. Tenía dificultades con la lectura y no era porque no se esforzara lo suficiente, como decía su madre, o porque siempre estaba mirando a las musarañas, como sentenciaba su padre. Es que las letras no se estaban quietas, es que algunas se parecían demasiado. ¡Claro que se esforzaba!, se esforzaba tanto que había conseguido aprenderse algunos textos de memoria para fingir que los estaba leyendo, aunque sabía que la argucia no duraría mucho. No era ningún tonto como algunos creían. Estaba deseando llegar a su casa para encerrarse en su cuarto y jugar con su perro un ratito. Chispa y su abuela eran los dos seres más importantes de su vida, pero sabía que eso no era conveniente decirlo. Aunque todos los mayores se empeñaran en transmitirle que la sinceridad era una cualidad importante, él ya se había dado cuenta de que en realidad no traía más que problemas. Su padre se enfadaría mucho si le escuchara que quería más al perro que a él y su madre se sentiría desolada si le oyera decir que quería más a la yaya que a nadie en el mundo. Sito no era muy bueno en lectura ni en otras cosas, sin embargo, era un gran observador y un superviviente. Era verdad, sus padres tenían razón, se estaba haciendo mayor, ya iba comprendiendo cómo funcionaba el mundo. Había normas que eran sagradas, la primera era nunca decir a los mayores lo que no quieren oír. Era la mejor forma de vivir tranquilo. Por eso Sito prefería la compañía de su perro Chispa. Lo encontraron sus tíos corriendo solo por una cuneta, estaba asustado y tenía una herida en una pata. Su padre dijo que era un perro abandonado y se puso furioso de que hubiera gente tan canalla, entonces Sito aprovechó el momento para insistir en quedárselo. Su madre le explicó que un perro no era un juguete y que si de verdad lo quería tendría que hacerse responsable de él. Desde entonces se había convertido en su mejor amigo. Aquel fue su gran día de suerte. Chispa no se enfadaba nunca. No le importaba que leyera a trompicones, que no metiera goles como Messi o que no supiera defenderse de sus compañeros. A Chispa le daba igual que a Sito le hubieran hecho una adaptación curricular, que hubiera perdido la chaqueta en el cole o que se le emborronaran los deberes de vez en cuando. El mundo con Chispa tenía otro ritmo, todo era más lento, más tranquilo y casi nada tenía importancia. También su perrito era un superviviente por eso se comprendían tan bien. La verdad es que a él lo que le hubiera gustado es ser perro, aunque se guardaba mucho de decirlo, no le quedaba tiempo para el psicólogo, además siempre tenía muy presente la primera norma sagrada. ¡Ser niño era tan difícil! -¿Has hecho los deberes en casa de la abuela?- preguntó su madre, mientras pelaba las patatas a toda prisa. -Sí ya los he hecho-, respondió Sito con el perro en brazos. -¡Qué pelos tienes hijo!-, volvió a decir su madre mirándole un tanto irritada. Su padre también le miró mientras unas lágrimas le resbalaban por la cara. Por fin, con los ojos anegados, dijo: -A este niño hay que llevarle a cortarse el pelo. -Mañana. Ya hay suficiente cebolla, no cortes más-, añadió ella, siempre atenta a todo. Pasó un rato y volvió a dirigirse a su marido, esta vez sin mirarle. -¿Qué se cuenta tu madre?-. De nuevo cambió de conversación, esa era una de sus mejores habilidades. -Dice que ha encontrado a Sito desmejorado y un poco triste-, farfulló él expectante. En ese momento su madre que estaba de espaldas, se quedó callada, un silencio espeso lo invadió todo, aspiró una buena porción de aire, durante unos segundos parecía que se había parado el mundo, se concentró y de un fuerte impulso dio la vuelta a la tortilla. Había quedado perfecta, como a ellos les gustaba. Ni dura, ni blanda. Entonces, mientras extendía el mantel sobre la mesa, se dirigió a su marido y le dijo: -¡Cosas de viejas!


miércoles, 13 de diciembre de 2017

Resumen completo de "Contra el separatismo" de Fernando Savater


Libro: Contra el separatismo
Autor: Fernando Savater
1º Edición: Noviembre 2017
Debate: Viernes 15 de Diciembre de 2017

QUEDAN ADVERTIDOS – Pág. 13
CONTRA EL SEPARATISMO – Pág. 23
ESTOCADAS – Pág. 43
La invención de Cataluña – Pág. 47
Euskadi y Europa: el mismo combate – Pág. 51
Estafadores – Pág. 57
A casa – Pág. 61
Los abstemios – Pág. 65
Soluciones – Pág. 71
Lo básico – Pág. 75
Horror Story – Pág. 79
Competición – Pág. 83
El escudo de la libertad – Pág. 87
Envoi – Pág. 93
NOTAS – Pág. 95

Fernando Savater – Wikipedia

QUEDAN ADVERTIDOS
“Esto Es un panfleto”… “Un opúsculo de carácter agresivo”. FS define al separatismo como una flecha envenenada que ha hecho diana en el centro de nuestra convivencia nacional. Dice escribir su panfleto para todos aquellos que quieren vivir iguales y libres.
FS diferencia separatismo de nacionalismo, que puede ser leve “y hasta simpático”, pues es lógico que amemos y protejamos lo que nos resulta más familiar. Pero el separatismo va mucho más allá, porque se basa en el odio feroz al no nacionalista y es una ataque al nucleo de nuestra garantía de ciudadanía. 

CONTRA EL SEPARATISMO
Nos unimos por necesidad para hacer lo que no podemos hacer solos. Luego surge la filia, el  amor social. La unión es entre diferentes. El culto a la identidad se utiliza para reforzar el grupo y evitar la disgregación. Pero la identidad exacerbada conlleva rechazo al diferente, y ese rechazo convertido en odio pasa a ser en un impedimento para el crecimiento del grupo y la anexión enriquecedora con extranjeros.
En la antigua Grecia, los demos no tuvieron un origen democrático, sino de organización en torno a grupos familiares con sus privilegios. Hicieron falta tiranos para imponer la isonomía, la aceptación de una ley igual para todos y el modo de dirimir las diferencias en asamblea. La democracia se fue haciendo progresivamente más y más incluyente (aceptar a los extranjeros, aceptar a las mujeres…)
Los parlamentos iniciales eran estamentales, pero se fue dando acceso a más clases sociales (punto de inflexión con la revolución francesa). La democracia nos fue liberando de las arbitrariedades de la naturaleza, el azar o la historia. (Leer frase en pág. 29), Se llega a la igualdad de la ciudadanía, sin distinción por origen, lengua o grupo social. Nadie puede salirse del principio de igualdad ante la ley que establece la norma básica, en nuestro caso la constitución.  
La democracia implica derechos y deberes, y su aprendizaje requiere educación. Es importante una lengua común que vehicule la enseñanza. Francia como ejemplo. Hace falta una formación cívica laica que propicie bases comunes. FS aboga por una educación común y cuestiona la mala calidad educativa en España, exacerbada con la fragmentación autonómica de competencias educativas.
La combinación de nacionalismo regionalista y fundamentalismo religioso trajo el carlismo, el movimiento antimoderno por antonomasia que frustró la instalación de elementos de democracia liberal como en Francia, y fue la causa final del fracaso de los intentos republicanos. Ahora los separatismos vascos y catalanes son los herederos del carlismo aunque paradójicamente se presenten como los adalides de las esencias republicanas.
FS considera que el régimen de autonomías, concebido para contener los nacionalismos, al final los ha multiplicado. “Aquí lo que gusta es ser lugareño”. Los derechos históricos no tienen sentido democrático por ser conceptos prepolíticos. Leer frase pag. 33.